El Acta Única Europea de 1986 fue la primera revisión importante del Tratado de Roma que había creado la Comunidad Económica Europea en 1957. El Acta suponía un compromiso de progreso conjunto, y una nueva manera de coordinar las actividades económicas, tras el fracaso de las economías semiplanificadas y el colapso del sistema de Bretton Woods (dependiente del dólar) que se produjo en los años 70.
Resultado del Acta fue la creación del Sistema Monetario Europeo (llamado "de la serpiente europea en el túnel", ya que las monedas europeas flotaban en grupo frente a otras divisas). Fue el primer paso para la llegada de la economía del euro.
Otro paso que se pretendía dar fue la reforma administrativa de la recientemente denominada Unión Europea, cada vez más compleja a la hora de tomar decisiones conjuntas (el sistema de vetos nacionales hacía los acuerdos conjuntos muy largos o imposibles). Sin embargo, no se trataron temas políticos (la ausencia de una defensa y asuntos exteriores común) ni muchos económicos (como el aberrante presupuesto agrícola en boga desde la entrada de España y Portugal). Pero los países sí estaban de acuerdo en una cosa: alcanzar un mercado libre de bienes y trabajo.
Así pues, el sistema de toma de decisiones era casi únicamente económico. Para agilizarlo, se cambió el sistema nacional de acuerdos por otro en el que las regiones tenían acceso directo al Consejo Europeo de Bruselas y podían actuar independientemente de su organismo nacional correspondiente. La Europa de las Regiones ya existía.
Un nuevo desequilibrio
El resultado fue una modificación de las decisiones presupuestarias tomadas por el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER) que identificaba regiones europeas atrasadas y distribuía las inversiones para impulsar su economía. Ahora las regiones esquivaban a los gobiernos, por lo general poco dispuestos a cooperar en inversiones regionales. Algunas de ellas, generalmente las más ricas (como Cataluña y Baden-Wurtemberg), establecieron sus propias oficinas en Bruselas para constituir auténticos grupos de presión.
Consecuencia? El desequilibrio de la riqueza no se redujo (más bien al contrario), sino que se redistribuyó por regiones (en vez de por países). Ahora existía un grupo de regiones de primer orden con representación directa en Bruselas (Lombardía, Cataluña, Flandes, Baden-Wurtemberg, Baviera, Ródano-Alpes...) y otras empobrecidas (Andalucía, Escocia, Valonia, Algarve...). Una nueva y gravosa burocracia cada vez más corrupta, que no dudaba en manipular los datos de las subvenciones, vino a agudizar el problema.
En conclusión, Europa, sin resolver sus viejos defectos de clientelismo y corrupción, sólo consiguió diluirlos en una nueva estructura donde los abusos seguían a la orden del día. Unas reformas económicas basada en la manera de pensar intervencionista de los años 50 y 60 (que ya se había mostrado ineficiente) deslegitimizaron un poco más a una Unión que hoy día se encuentra renqueante y necesitada de medidas reales.
Algo sí consiguió en definitiva: la aparición de una nueva manera de sub-nacionalismo regional. No es casualidad que en las regiones más subvencionadas de Europa, este regionalismo ha pasado del folclorismo retrógrado tradicional a una conciencia en ocasiones independentista, en la que ha aparecido un desprecio por la identidad gubernamental pero ha crecido la conciencia europeísta de sus habitantes.
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